Criminal. El tatuaje en España (1888-1993) (Servando Rocha)

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Edición de Servando Rocha. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que el tatuaje estaba reservado a una tropa formada por criminales, apaches, presidiarios, legionarios, prostitutas, anarquistas o marineros. Aunque también se puso de moda entre la realeza europea o exhibía en circos y espectáculos de fenómenos. Su uso, un código secreto en manos de fueras de la ley, despertó la fascinación e interés de numerosos antropólogos, criminólogos y médicos que, siguiendo las ideas del italiano Cesare Lombroso –padre de la antropología criminal–, veían en el tatuaje un signo de atavismo y predisposición a la locura, violencia y asesinato, y los tatuados rarezas y seres misteriosos.
En España, desde que en 1888 Rafael Salillas, nuestro «pequeño Lombroso», mostrase su colección de tatuajes de delincuentes patrios, los tatuados, que fueron fotografiados y estudiados, sembraron el terror y desconcierto: oleadas de apaches con el cuerpo cubierto de dibujos obscenos y llamadas a la venganza, llegaban a ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao, entre otras, al tiempo que defendían la bohemia más hampona. Más tarde, milicianos y falangistas ocultaban –o directamente se arrancaban– aquellas marcas delatoras (hoces y martillos, yugos y flechas en brazos y pechos) que podían costarles la vida y los legionarios "una auténtica subcultura tatuada" llenaban sus cuerpos con cruces, vírgenes y nombres de sus amadas. También quinquis, pandilleros, motoristas y rockers fueron pioneros en mostrar aquellas «cicatrices parlantes», como llamaron al tatuaje los mandos policiales y militares.
Durante un siglo el tatuaje fue «criminal» y marginal, hasta que en 1989, el fotógrafo y tatuado Alberto García-Alix abrió las puertas de la tienda y estudio de tatuajes El Martillo de Lucifer, donde comenzaría su imparable popularización con Mao, legendario tatuador que en los ochenta tatuaba a la marina estadounidense en Rota, como una de sus grandes estrellas. Lo que vino a continuación ya lo sabemos: el tatuaje y aquel sorprendente estilo de la «vieja escuela» se convirtieron en masivos, elevándose a la categoría de arte y perdiendo el aura de peligro del pasado.
Servando Rocha, editor de esta obra única en nuestro país, investigó y rescató antiguos tratados médico-legales, fichas policiales y numerosas fotografías «perdidas» en el tiempo prácticamente nunca vistas, para construir un relato visual de un siglo de «ángeles bellos» y «bárbaros tatuados», junto a espectaculares colecciones criminológicas francesas, mexicanas o alemanas, haciendo de CRIMINAL el gran libro ilustrado del tatuaje de aquella España brutalista, esa que mostró con orgullo y desafío puñales, calaveras y corazones sangrantes. 


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Edición de Servando Rocha. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que el tatuaje estaba reservado a una tropa formada por criminales, apaches, presidiarios, legionarios, prostitutas, anarquistas o marineros. Aunque también se puso de moda entre la realeza europea o exhibía en circos y espectáculos de fenómenos. Su uso, un código secreto en manos de fueras de la ley, despertó la fascinación e interés de numerosos antropólogos, criminólogos y médicos que, siguiendo las ideas del italiano Cesare Lombroso –padre de la antropología criminal–, veían en el tatuaje un signo de atavismo y predisposición a la locura, violencia y asesinato, y los tatuados rarezas y seres misteriosos.
En España, desde que en 1888 Rafael Salillas, nuestro «pequeño Lombroso», mostrase su colección de tatuajes de delincuentes patrios, los tatuados, que fueron fotografiados y estudiados, sembraron el terror y desconcierto: oleadas de apaches con el cuerpo cubierto de dibujos obscenos y llamadas a la venganza, llegaban a ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao, entre otras, al tiempo que defendían la bohemia más hampona. Más tarde, milicianos y falangistas ocultaban –o directamente se arrancaban– aquellas marcas delatoras (hoces y martillos, yugos y flechas en brazos y pechos) que podían costarles la vida y los legionarios "una auténtica subcultura tatuada" llenaban sus cuerpos con cruces, vírgenes y nombres de sus amadas. También quinquis, pandilleros, motoristas y rockers fueron pioneros en mostrar aquellas «cicatrices parlantes», como llamaron al tatuaje los mandos policiales y militares.
Durante un siglo el tatuaje fue «criminal» y marginal, hasta que en 1989, el fotógrafo y tatuado Alberto García-Alix abrió las puertas de la tienda y estudio de tatuajes El Martillo de Lucifer, donde comenzaría su imparable popularización con Mao, legendario tatuador que en los ochenta tatuaba a la marina estadounidense en Rota, como una de sus grandes estrellas. Lo que vino a continuación ya lo sabemos: el tatuaje y aquel sorprendente estilo de la «vieja escuela» se convirtieron en masivos, elevándose a la categoría de arte y perdiendo el aura de peligro del pasado.
Servando Rocha, editor de esta obra única en nuestro país, investigó y rescató antiguos tratados médico-legales, fichas policiales y numerosas fotografías «perdidas» en el tiempo prácticamente nunca vistas, para construir un relato visual de un siglo de «ángeles bellos» y «bárbaros tatuados», junto a espectaculares colecciones criminológicas francesas, mexicanas o alemanas, haciendo de CRIMINAL el gran libro ilustrado del tatuaje de aquella España brutalista, esa que mostró con orgullo y desafío puñales, calaveras y corazones sangrantes. 

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